Placer 9 / abril - mayo - junio de 2005

 

 
 
Mozo: dícese del especimen con capacidad de transformar


por: Daniela Di Segni* desde Buenos Aires especial para Placer
fotos: Fernando Moran

Los mozos pueden ser el placer de la velada o un castigo de la vida. Pueden lograr que disfrutemos como locos o que engordemos con la panera, que comamos lo que no pedimos y que añoremos estar en casa comiendo pizza fría del día anterior. También, que la noche se vuelva un calvario del que quisiéramos escapar. Pueden eso y más.

Por algún misterio inexplicable o debido a una razón esotérica indescifrable la profesión de mozo, en nuestras latitudes, no implica una carrera previa o un estudio sistemático; a veces ni siquiera espera una preparación mínima como para lograr un lucimiento discreto.
Ser mozo por acá es como ser valiente, alto o goloso. Se nace así, viene con uno y hasta se considera una muestra de capacidad lanzarse al ruedo de las mesas y las sillas sin red y sin salvavidas. Tanto no es una carrera que se puede ser metalúrgico los días de semana y mozo los fines. Se puede ser mecánico de autos por las mañanas y mozo por las noches; taximetrero durante el año y mozo en vacaciones. Se puede. O se podía, cuando las condiciones eran más sencillas y menos exigentes porque se salía poco a comer, en familia y sin apuro.
Pero entramos (¿o caímos?) en la posmodernidad, un tiempo sin tiempo, de comidas rápidas, delivery y descartables junto a un sostenido boom gastronómico que desde hace unos 15 años oscila, como un péndulo, entre la pizza y el sushi o de las empanadas a la comida thai o vietnamita.
Un estallido que potenció de manera exponencial el número de locales, la variedad de comidas étnicas, la sofisticación de las propuestas.
Pero del personal, aparentemente, no se ocupó nadie. Esto hace que coexistan en el mercado varios tipos de mozos y mozas a saber:

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