Por Mauro Martella
Un perfume francés, la tierra mojada, aquel
viejo armario enmohecido, un puñado de
hierbas, cáscaras de frutas recién cortadas, la
llave del gas abierta, vino blanco meciéndose
en una copa, un ramo de claveles marchitos,
el incienso que se quema lento, esa dulce
tarta recién salida del horno… Vivimos en
un mundo completo de estímulos olfativos.
Disfrutamos de unos. Nos alejamos de otros.
Por placer y por supervivencia. Aunque no
los vemos, están siempre allí, flotando en el
aire o apretados en diminutas gotitas. Para
entrar al mundo del perfume sólo hay que
inhalar
Al pensar en perfume es inevitable
visualizar un pequeño y lindo
frasquito, con un líquido generalmente
amarillento, un dispensador en el
extremo, y unos deseos locos por
presionarlo, apuntando al cuello o a las
muñecas, para luego respirar profundo
y disfrutar de su aroma. Jamás se nos
ocurriría visualizar humo.
Sin embargo, el génesis de la
palabra perfume (del latín per fumum)
nos remonta a los albores del tiempo,
cuando el hombre primitivo descubrió
el fuego, cuando las maderas y las hojas
secas comenzaron a arder, los aromas
empezaron a liberarse, y fue así como
cabalgando sobre el humo, esos olores se
elevaron al cielo, comenzando una nueva
forma de adoración de las divinidades.
Perfumes lejanos
No todo era adoración de los dioses, sino
también salud e higiene. Antiguos papiros
y jeroglíficos hallados en Edfu y en Philae
(Egipto) documentan la antiquísima
receta para elaborar el kephi (o kyphi),
una preparación que ha cobrado fama
universal, empleada entonces como
antiséptico, bálsamo y tranquilizador.
No sólo se perfumaban con ella, sino
que también la usaban para evitar el
mal aliento, e incluso la bebían como
medicina. Los principales ingredientes que
enumeraban estos pergaminos de más de
tres mil años de antigüedad eran mirra,
lentisco, bayas de enebro, granos de alholva,
menta, canela, pistacho y chufa, primero
machacados y luego tamizados, a veces
mezclados con vino y con una preparación
a base de resma de conífera y miel.
En algunos bajorrelieves se han
encontrado detalles de lo que pudo ser
una destilería, y antiguos manuscritos
describen cómo Ramsés III ofreció 52
ánforas de perfume a Osiris, y cómo
Cleopatra brindaba banquetes a Marco
Antonio en medio de un recinto atestado
de esencias aromáticas.
El perfume fue también protagonista
del culto a los muertos. Cuando en 1922
se abrió la tumba de Tutankamón, se
encontraron alrededor de 3.000 potes que
al ser destapados aún conservaban el
aroma de sus fragancias.
Aunque a Nerón se le atribuye haber
quemado Roma, y componer con su lira
mientras la ciudad era devastada, uno de
los usos más insólitos de los perfumes
fue de su autoría. Después de matar a su
mujer, Popea, hizo quemar en su entierro
toda la producción anual de incienso de
Arabia, según relata el escritor latino
Plinio el Viejo.
Los textos de Herodoto cuentan
cómo en Grecia las mujeres de Saytes
trituraban las maderas de los cipreses,
cedros e inciensos, para crear una pasta
con agua que se aplicaban en el cuerpo.
Los romanos comenzaron a llevar a
Grecia ingredientes conseguidos en los
países conquistados de Oriente, para que
los griegos crearan nuevos perfumes,
y, poco a poco, se fue desarrollando el
mercado de las fragancias.
Años más tarde, en la Edad Media,
los alquimistas de Europa descubrieron
el alcohol etílico y la destilación, y
es a principios del siglo xviii, cuando
empieza una nueva era en la historia
del perfume con la creación de la
original eau de Cologne, concebida por
el italiano Giovanni María Farina en la
ciudad de Colonia, Alemania, quien la
describió como “un perfume que me hace
recordar a un amanecer italiano, a narcisos
de montaña, a azahares de naranjo justo
después de la lluvia”, según documentara
en una carta enviada a su hermano
Bautista, en 1708.
Cazadores de aromas
La destilación fue una de las primeras
técnicas usadas para extraer los aceites
esenciales de las plantas. El erudito árabe
Avicena fue quien inventó la destilación
de aceites de plantas, facilitándose
así el comercio y el transporte de las
sustancias aromáticas. Estos aceites
pueden encontrarse en sus raíces, tallos,
hojas, savia o pétalos, y dependiendo de
eso, se busca cuál es la técnica ideal para
recogerlos.
“Hoy día, lo más común es usar aceites
esenciales sintéticos”, explicó a Placer
la química farmacéutica Pninah
Katzkowich, directora técnica de Dr.
Selby. Trabaja allí desde hace 23 años y
tiene a su cargo la sección de desarrollo
de nuevos productos, la supervisión de
las tareas productivas y el control de
calidad. “Por ejemplo, en el caso de usarse
aceites esenciales naturales, implicaría
acumular una cantidad impresionante
de rosas para poder muy pequeñita de su aceite esencial. Con
el avance de la tecnología se ha logrado
sintetizar productos que olfativamente son
iguales al producto natural, y con eso uno se
asegura la uniformidad”.
En el caso de las esencias de origen
animal, extraer determinado producto
es demasiado costoso, además de las
implicancias en torno al tema del cuidado
de las especies. Una de esas materias primas
más codiciada es el musk, una sustancia
de olor penetrante y persistente parecida
a la miel, que es secretada por la glándula
del prepucio del ciervo macho almizclero.
Esta especie, que vive en la cordillera del
Himalaya, se encuentra al borde de la
extinción. En un año se llegaban a sacrificar
60.000 ciervos para atender las demandas de
las industrias del perfume.
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