Placer 17 / Número Aniversario

 

 
 

Homenaje a Eduardo Darnauchans
Sueños de cúrcuma y ajonjolí


Por Chichila Irazábal

“conocerse claro está
que necesita su tiempo
con años que albañilean
y años de derrumbamiento”

W. Benavides y E. Darnauchans

¿Cómo hablar de Eduardo Darnauchans? Es el tipo de pregunta que Eduardo se habría hecho si hubiera tenido que hablar de un ser querido y entrañable frente a la evidencia de su muerte. Su temida “señora otra” –y conste que temida y no amada– sobrevoló su cama y lo atrapó leyendo La memoria de Shakespeare, un cuento de Borges.
No voy a hablar de su obra poética ni de su música –no me compete–, voy a hablar de su delicada humanidad, de su frágil y breve vuelo por este mundo. De Eduardo y no de “el Darno”, ese alter ego trágico que se lo fue comiendo. De los años que albañilearon, en los que le cantó a la muerte para exorcizarla y no para celebrarla, aunque mucho más le cantó al amor y su reverso. Eduardo se preguntaba a menudo, cuando lo tildaban de cantor oscuro o mortuorio: “¿Cómo no se dan cuenta de que canto con tanta vida, que hay tanta vitalidad y energía en la forma de cantar?”. Demasiado sutil para las mayorías.
En él se conjugaban Eros y Thanatos “como nodrizas furiosas”. Voy a hablar de su relación con Eros para exorcizar mi pena, y con la mía la de tantos, que en estos días han llamado y enviado correos electrónicos desde lejanos rincones del mundo buscando consolarse, reconstruir momentos o rescatar una anécdota olvidada. Ahora que no está y somos libres de recordar la porción de vida que quisimos sin la presencia insoslayable y dolorosa de sus últimos años.
Durante su niñez y adolescencia, su padre, médico pediatra y librepensador, le decía que los placeres de la carne eran sanos y necesarios; en cambio los jesuitas del colegio al que asistió –y en el que supo ser monaguillo– predicaban en contra del pecado de Onán y exigían penitencia ante los extravíos del niño. Creo que ambas vivencias lo acompañaron toda su vida y se juntaron luego con otras más terribles, dando lugar a la dicotomía vida-muerte y todas sus variantes; no es casual que a lo largo de su vida dos personas –sin conocerse previamente entre sí– le hayan puesto similar mote. Una, Cecilia, “la Braier”, lo bautizó “el sátiro monaguillo” y la otra –quizás María Vidal–, “el cartujo libidinoso”.
Durante la dictadura y en medio del terror, uno de sus desvaríos fue irse de monje, pero quedó muy decepcionado y abjuró de tal decisión tras una conversación con un cura de la iglesia del Prado, pues el sacerdote se mostró contrario a la expresión sexual del amor por parte de quienes ejercen el ministerio de Dios y de los laicos que no hayan tenido previo pasaje por la iglesia.

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