Placer 12 / diciembre 2005 - enero - febrero 2006

 
 
El Champagne


por Andrés Rosberg*
Desde Buenos Aires, especial para Placer

Este informe está dedicado a Dawar Nakaschikdze,
amante de la vida y del champagne

La posición estratégica de Champagne –145 kilómetros al noreste de la capital gala–, la corte del duque de Orleáns, el cosquilleo etéreo y casi afrodisíaco y una de las mejores campañas de marketing de la industria vitivinícola mundial hicieron el truco: su consumo se difundió hasta convertir al champagne en el ícono de la celebración por antonomasia. Un vino que devino sinónimo de festejo en todo el mundo.

Es imposible conocer con exactitud el origen del champagne en una región en la que el frío frenaba las fermentaciones en invierno y las tibias temperaturas de la primavera –cuando el vino ya estaba embotellado– las reiniciaban naturalmente. Aquel monje, el celebérrimo Dom Pérignon, nos legó un sinnúmero de conocimientos, en especial los relativos a la determinación de cepajes y su vinificación y el fraccionamiento, resultado de su búsqueda de la perfección

En la región, y desde tiempos inmemoriales, se encuentran los viñedos más septentrionales de Francia. Ya en el siglo IX sus vinos gozaban de cierto reconocimiento en las cortes de la vecina París, aunque se trataba aún de claretes sin mayor gracia ni alcurnia y mucho menos efervescencia. No fue sino hasta las postrimerías del siglo XVII que el glamour de las burbujas comenzó a surcar las copas de Europa, desde las míticas recepciones de la marquise de Pompadour hasta las sonoras extravagancias del zar Alejandro II de Rusia.

Desde entonces, la historia de la región de Champagne está signada por la creatividad, la transformación de debilidades en fortalezas y la consistencia que la han encaramado en el trono que hoy merecidamente ocupa.

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